En los últimos tiempos venimos escuchando hablar sobre un nuevo concepto, la pobreza energética, para referirse a la imposibilidad de pagar los recibos de la luz y el gas en millones de hogares españoles, lo que genera que a un millón doscientos mil de ellos se les haya cortado el suministro en el último año y que muchos más pasen frío o se calienten con medios poco seguros como son braseros, leña, butano…
Se ha llegado a esta situación por varios motivos, el primero de ellos, las brutales subidas en el precio de la energía en España a causa de la especulación, el latrocinio y la desvergüenza de las eléctricas en connivencia con Gobiernos incapaces de ponerlas coto. Al mismo tiempo que la luz sube un 63%, los salarios bajan gracias a la Reforma Laboral del PP, el paro ya alcanza los seis millones de españoles y los bancos salvados con dinero público no sueltan un euro para financiar a la pequeña y mediana empresa.
Siendo verdad todo lo que os acabo de contar, me niego a utilizar el término pobreza energética como edulcorante de la realidad, hablamos de pobreza, sin apellidos. Aquellos que no pueden pagar la luz o la calefacción, tampoco pueden pagar otras muchas cosas. Malviven acudiendo a bancos de alimentos, trampeando un mes el alquiler o la hipoteca, otro las facturas de la luz y el gas.
Parece que al decir pobreza energética suavizamos el hecho de que hay millones de hogares españoles en los que no trabaja ninguno de sus miembros, por lo que están sumidos en la pobreza, la pobreza sin matices, la miseria y el hambre. Parece que al decir pobreza energética, tapamos el hecho de que las clases medias españolas se han empobrecido brutalmente en los últimos años, generando una gran clase trabajadora, obrera, parada, que hace malabares para llegar a fin de mes.
Cuando yo era pequeña, nosotros éramos pobres, mi padre no trabajaba y mi madre era maestra, un sueldo para una familia de cuatro miembros que apenas alcanzaba para lo básico. En invierno, encendíamos una catalítica en el salón que con dificultad llegaba para templarlo y que te levantaba unos monumentales dolores de cabeza. En nuestra habitación, la de mi hermana y mía, teníamos una placa eléctrica que mi padre encendía con el termostato muy bajito para no gastar mucho. Recuerdo levantarme por la noche, a escondidas y subirlo un poquito para que saltara porque el frío no me dejaba dormir.
Creí que aquellas infancias de pijama, bata, calcetines gordos y sábanas de franela habían quedado atrás como anécdota gris del final del franquismo y del nacimiento de la democracia. Estaba convencida de que el Estado del Bienestar era una conquista social que nadie nos podría quitar porque la habíamos construido entre todos, con generosidad y esfuerzo. Jamás se me ocurrió pensar que mi hija podía tener un futuro peor que mi pasado porque es ley de vida evolucionar a mejor, pero me confundí.
Tan solo dos años de Gobierno del Partido Popular y se ha esfumado el papel protector del Estado para las situaciones de necesidad, tenemos en España niños que pasan hambre y frío, familias que se alimentan ya no solo de la caridad, sino de lo que rebuscan en la basura, incendios por calentar las viviendas con métodos inseguros, ancianos que no toman sus medicamentos para que coman sus hijos y nietos, ancianos sacados de las residencias pese a necesitar cuidados específicos porque con su pensión sale adelante la familia entera, dependientes abandonados a su suerte, a su mala suerte…
Con la excusa de la crisis se han cercenado derechos, se han restringido libertades individuales y colectivas, se han impuesto principios morales y se nos ha devuelto a aquella España gris de mi infancia de la que creíamos habíamos huido para siempre.
¡Feliz Navidad!
Dices bien, yo soy un rato mayor que tu (62 años), y también he vivido la pobreza en mi infancia. Era una pobreza asumida, era una pobreza de un país pobre. Mi padre trabajaba, pero éramos pobres, nuestros vecinos eran pobres, nuestros parientes eran pobres. Era una pobreza resignada, e incluso, con una cierta alegría y esperanza, porque a pesar de todo, esa generación de pobres vivía infinitamente mejor que sus padres.
Ahora es peor, porque el estado SÍ tiene recursos para paliar la pobreza, para hacer justicia social; y en lugar de ello, desmontan, de forma programada e inexorable, el estado de bienestar y los derechos ciudadanos.
Y nosotros, si no lo remediamos, tendremos la desgracia de traspasar a nuestros hijos un país menos solidario, menos justo. Un país rico con millones de ciudadanos pobres. Un país donde será un sueño imposible para los hijos el llegar a vivir como sus padres.
Y a pesar de todo, todavía podemos parar este disparate. No va a ser fácil revertir la situación a la que nos está llevando esta gentuza, pero PODEMOS.
Tenemos que dejar de ser guerrilleros de salón y movilizarnos. Si ellos han dado un salto atrás en el tiempo, recuperemos una consigna de esos tiempos a los que nos quieren llevar: NO PASARAN!!!