A veces, cuando no estoy bien, cuando no tengo ganas de ver a nadie, de hablar con nadie, cuando estoy cansada de ser yo, de tener que estar a la altura de lo que se espera de mí, de llevar sobre mis hombros el peso de tantas cosas. Cuando lo míos no son tan míos, cuando ni yo misma soy de los míos, cuando el aire se vuelve espeso y no soporto estar entre cuatro paredes, me gusta ir a correr por el Parque del Humedal, aquí en Coslada, donde hace casi seis años está mi hogar.
Correr es un placer en sí mismo, más bien es un sufrimiento físico que amortigua el psíquico y que me devuelve la paz. Mientras corro apenas si puedo pensar en otra cosa que en seguir corriendo, en ignorar que me falta el aire, que me duelen las piernas, que arde el pecho, solo pienso en poner un pie delante del otro una y otra vez hasta que dejo de pensar.
Correr por cualquier parque es mucho más placentero que hacerlo por la ciudad o en la cinta de un gimnasio, no creo que haya que dar muchas explicaciones al respecto, mientras corres ves el cielo azul, las nubes, los árboles, las flores, sientes el viento en la cara, el calor del sol en la piel, hueles el aroma de las plantas, una orgía de los sentidos que unido a las endorfinas que genera tu cerebro al correr convierten la experiencia en un lujo para gentes de ciudad.
Pero si por algo me gusta correr por el Parque del Humedal es porque este pequeño edén transcurre paralelo a las vías del tren de Cercanías por lo que se puede acceder a él por diferentes pasarelas sobre las vías a lo largo de su extensión. Y es aquí, sobre estos enormes puentes de metal donde se produce bastante a menudo una pequeña historia, una anécdota, apenas una nimiedad que me hace particularmente feliz.
A menudo se ven padres con sus hijos pequeños subidos en el puente pendientes del paso del tren, cuando ven que se acerca saltan y agitan los brazos y gritan adiós y, pese a que esto se sucede a lo largo de todos los puentes casi todo los días, el maquinista hace sonar el silbato devolviéndoles el saludo, lo que los niños celebran gritando y aplaudiendo sonrientes porque el tren les ha visto y les ha contestado.
Siempre que lo veo pienso en ese maquinista, que trabaja muchas horas, en un habitáculo cerrado, solo y pasando cada día, varias veces al día, por los mismos sitios, los mismos paisajes, las mismas estaciones y casi la misma gente cogiendo el cercanías y que en lugar de estar aburrido o amargado, recupera al niño que todos llevamos dentro aunque lo hayamos olvidado y toca el silbado del tren a su paso para regocijo de la chavalería que le saluda desde arriba. Su simple gesto hace felices a los niños y me devuelve a mí la fe en el ser humano, siempre que oigo el silbato del tren saludando siento que aún hay esperanza, que las cosas pueden ser mejores, solo hace falta que queramos que sean mejores.
Quizás será porque tienen algo mágico los trenes, algo que nos hace pensar en aventuras por vivir, en lugares por descubrir, gentes que conocer, algo que simboliza el futuro, el avance hacia algo mejor del que es difícil sustraerse. Quizás será también porque tienen también un punto melancólico, casi trágico de despedidas en andenes solitarios, lágrimas derramadas al cerrarse las puertas del vagón, carreras en paralelo diciendo adiós con la mano… Quizás.
Lo bueno de los trenes es que pasan, los ves irse, alejarse, pero sabes que al poco rato volverán a estar a tu lado. Por eso los trenes son como los buenos amigos, por eso nos evocan tantas cosas, porque sabes que siempre estarán ahí.
Esperaba otra disquisición politica,de esas que sueles hacer , a veces muy afortunadas y certeras, y otras no tanto. Pero esta reflexión tuya sobre algo tan trivial y al mismo tiempo tan » de la vida cotidiana de la gente sin nombre» me ha parecido genial. Un saludo
El tren, incluso los repetitivos cercanías, siempre ha tenido un lado mágico que no han tenido nunca los autobuses u otros. Fascina a los niños, y también a los grandes. Seguramente solo los barcos (y los aviones de guerra o de los exploradores de los años 20) han podido ser un medio de transporte con tanta carga emocional, y de unos y de otros siempre han sacado material los cineastas o los literatos
Joder Martu, te veo dotes de columnista!! Magnífico.
Gracias
Me ha gustado mucho tu relato. Soy un maquinista que se está iniciando en el oficio y paso casi todos los días por la zona que comentas, en dirección Alcalá o Guadalajara, o de vuelta. Para mí es una alegría enorme ver un grupo de gente en el puente, y los niños pequeños moviendo la mano con toda su energía. Me dan ganas de ponerme de pie, saludar efusivamente, pitar… Y suelo hacerlo asi. Es una sensación muy agradable. Sé que pocas veces me verán, el sol en el cristal puede hacer al maquinista invisible, y la escasez de luz, en una cabina oscura, también. Pero yo sí veo a la gente. Los veo desde lejos, cuando apenas se distinguen del puente, los veo mucho antes de que empiecen a saludar, y ya empiezo a sonreír. Supongo que el ser humano es social, y todo lo que suponga relaciones sociales positivas es placentero. Un saludo enorme Martu!
Gracias a ti, me confirma que la felicidad compartida es doble felicidad.