Acabo de terminar de leer una novela de Maxim Huerta, “Una tienda en París” cuyo final feliz me ha evocado la escritura de esta entrada en mi abandonado MartuBlog. No creáis que no me gustan los finales felices, soy de las que aplaude en el cine cuando la película acaba con un largo beso de amor verdadero. Sigo creyendo, como en mi niñez que el bien triunfa, que los buenos siempre ganan y que el crimen no paga, aunque la vida, en demasiadas ocasiones, se empeñe en demostrarme lo contrario.
En la literatura, como en el cine, abundan los finales felices, buenas películas, de amor, de guerra, de aventuras, que terminan con un “y fueron felices y comieron perdices” que nos calientan el corazón, nos llenan los ojos de lágrimas de felicidad y nos arrancan una sonrisa tonta que tarda en abandonar el rostro pero…
Pero solo aquellos finales dramáticos, los que nos desgarran por dentro el alma, los que nos hacen gritar “nooooo” con los ojos desorbitados, llorar y patalear, maldecir al autor y clamar porque alguien repare el agravio, porque alguien reconcilie a la pareja que nos tiene encandilados, porque alguien vengue a nuestros protagonistas ultrajados, esos finales son los que se te clavan en el alma y te hacen volver una y otra vez a ellos.
Porque, ¿recordaríamos igual “Lo que el viento se llevó” si al final de la película, en lugar de decir su mítica frase sobre el comino y marchase, Rhett Butler siguiera plácidamente junto a Scarlett O’Hara? ¿Sería lo mismo si al final de “Casablanca” Rick Blaine no se quedara junto al avión que se lleva a su amada y paseando junto al francés no dijera aquella mítica frase de “este será el comienzo de una gran amistad”?
Es así, nos marca la tragedia. La felicidad es tan etérea como efímera, nos calienta un minuto el corazón pero luego queda empañada por cualquier otro acontecer diario, sin embargo el drama anida en un rinconcito de nuestra alma y tarda una vida en desaparecer. Ya lo canta Sabina: “Tú que tanto has besado tú que me has enseñado, sabes mejor que yo que hasta los huesos sólo calan los besos que no has dado, los labios del pecado…”
Paraos un minuto a pensar en la última vez que os rompieron el corazón. Pensad también ahora en la última vez que os enamorasteis. ¿Qué sentimiento recordáis con mayor nitidez? ¿Qué frases sois capaz de evocar con rotunda claridad, las de la declaración de amor o las de la despedida? ¿Qué os ha hecho cambiar, crecer, madurar y por desgracia, desconfiar, el amor o el desamor?
Quizás no sea así, quizás soy yo que encuentro un cierto consuelo a la desgracia regodeándome en la desgracia en sí misma, pero creo que no soy la única que cuando tiene mal de amores se pone canciones tristes y se abandona por la deliciosa pendiente de la autocompasión. No creo ser un bicho raro por, apremiada por una pena, salir a pasear bajo la lluvia y dejar que las gotas se mezclen con las lágrimas hasta sentir que he vaciado mi alma en lugar de tratar de pensar en otra cosa, tomar un delicioso café caliente y mirar al futuro con optimismo.
Como diría Fangoria, igual es que: “tú eres tan intensa”