
Estos tiempos de cuernavirus, que dice mi abuela, nos están obligando a convivir con los nuestros más de lo que estábamos acostumbrados, más de lo que nos gustaría y más de lo que sería mentalmente recomendable. Sé que esto que digo es políticamente incorrecto, pero a mí, tanto confitamiento, me ha desatado la sinceridad.
Por fortuna, terminé de criar hace muchos años, mi pequeña enfermera, que ya tiene 25 años, se fue de casa para estudiar y no ha vuelto, ha salido a su madre, valiente, independiente y un tanto pagada de sí misma. Tiene razones objetivas para dárselas de lista y la vida ya se encargará de bajarle un poco los humos, como lo hizo conmigo. Todo en orden, de manera que de niños, vamos escasos en esta familia.
Por una carambola del destino, este que se precia de jugar con nosotros a su antojo, una semana antes del confitamiento, mi madre viajó a Tenerife por asuntos familiares y mi abuela se vino a pasar una semanita o dos con nosotros, mientras esperaba su regreso. Pero el hombre propone y dios dispone, el coronavirus se presentó sin invitación y Pedro Sánchez decretó el Estado de Alarma por lo que aquí nos quedamos mi santo, mi abuela y yo, confitados en 60 metros cuadrados de bajo sin balcón ni patio. ¡El paraíso en la tierra!
El año pasado, cuando mi madre viajó a Tenerife, mi abuela se fue a la residencia de mi pequeña enfermera a pasar dos semanas, cual si fuera un balneario, hacía zumba, sentada, iba al taller de la memoria, confraternizaba con las vecinas de mesa en el comedor y cotilleaba cómo trabajaba su biznieta de la que, aunque no lo diga mucho, porque es de naturaleza rancia, está tremendamente orgullosa. Gracias a la divina providencia y al exceso de población mayor en Castilla La Mancha, este año no había plaza porque si no estaría encerrada en un lugar donde 20 de sus inquilinos han pasado a mejor vida aquejados de este bicho inmundo.
Los que me conocéis sabréis que yo adoro a mi abuela y, que para su contrariedad y la mía, nos parecemos bastante, sobre todo en eso de la lengua afilada y la sinceridad sin filtro. Por regla general es mi madre quien le aguanta las frescas y yo me río y le quito importancia: «mujer, que tiene más de 90 años, no se lo tengas en cuenta, si siempre ha sido así, a ti qué más te da lo que te diga…» Pero ahora soy yo la que vive con ella 24 horas al día, los siete días de la semana y sin poder escaparme un ratito al bar (no te rías, madre, que sé que lo estarás gozando al leer esto).
Roces de carácter y manías de vieja o cincuentona aparte, lo cierto es que he aprendido algo que no sabía en estas semanas de ultra convivencia y es que los mayores se vuelven tan egoístas como los niños. Aclaro tan severa afirmación. Cuando tus hijos son pequeños no se cansan nunca de jugar a lo que a ellos les divierte o de ver en la tele sus dibujos animados, pues cuando son mayores pasa lo mismo, mientras en la tele estén sus culebrones, sus programas del corazón o sus películas del oeste, todo va bien, pero ¡ay de ti pobre mortal como se te ocurra ver algo de lo que a ti te gusta!
Que pones una película de tiros: «vaya porquerías veis que no hay más que muertos, por lo menos en las del Oeste, ves que los indios caen y se levantan, pero esto…» Que pones una serie: «pero estos son los mismos de ayer, que yo a este hombre ya le he visto, pues mira que es rara…» «Que defiendes que el telediario es sagrado: Pues no sé para qué queremos ver las noticias si todo el día son lo mismo y venga desgracias…»
Lo de que en Amar es para Siempre la acción no avance en un mes ni un ápice o de que los diálogos de Acacias sean para suicidarse o de que los personajes de Puente Viejo tengan menos desarrollo que una babosa, eso, no lo aprecia. Que en Socialité o Sálvame solo haya la misma carroña a diario tratando de ganarse la vida, tampoco es cosa de la que eche cuenta.
Y lo peor no es que proteste cuando le pones algo que no le guste pese a ser la dueña del mando durante horas, lo peor es que se le desata la lengua y parece despertar del letargo de sueño y silencio en el que la sumen sus culebrones y se acuerda de contarte todas las anécdotas de su vida, justo cuando tu estás intentando seguir el argumento de WestWorld, Cómo defender a un asesino o La casa de papel.
Otros días decide que ese momento es que tu estás viendo una película que tenías hace meses pendiente, ella tiene que llamar a toda la familia, amigos, conocidos y vecinos de Don Benito. O, se pasea alegremente por delante de la pantalla, con la casa en semi penumbra y con gran riesgo de escoñarse. Ya la tengo advertida de que como necesite asistencia médica se de por jodida porque a los 92 ya no te ponen ni una tirita.
Recuerdo, cuando mi pequeña enfermera era una dulce infante de ojos grandes y preciosos rizos, que era más o menos igual solo que ella veía una y otra vez El Rey León, escuchaba cintas de casete de Mulán, no podía sujetar la verborrea cuando alguien te llamaba por teléfono y se aburría mortalmente en cualquier cosa que no fueran sus actividades lúdicas. Y eso que mi hija era de las buenecitas que con un cuento de pegatinas o un cuaderno y una caja de lápices de colores la tenías entretenida durante horas.
¡Pedro, ni nos quieres, si de verdad te importamos los españoles, ve relajándonos el confitamiento que vamos a terminar malamente!