El solsticio de invierno es el momento del año en que la posición del Sol está a mayor distancia angular negativa del Ecuador terrestre y sucede entre el 20 y el 23 de diciembre, lo que supone que las noches dejan de crecer y los días de acortarse, la victoria de la luz sobre la oscuridad. En nuestra cultura, los antiguos cristianos hicieron coincidir el nacimiento de Jesucristo con el día del solsticio en el calendario juliano, el 25 de diciembre. Sea como fuere, algo para celebrar.
Si nos creyéramos lo que dice el ínclito Rajoy, este año, el solsticio de invierno podría coincidir con el final de la crisis y el principio de la recuperación, pero no nos lo creemos, al menos, no yo, que sigo en paro, he terminado la prestación y he dejado de cotizar a la Seguridad Social por primera vez después de veinte años, pero no es de las mentiras populares de lo que quiero reflexionar en esta columna.
Amén de ser sincera no sé muy bien de lo que quiero escribir, pero he sentido la imperiosa necesidad de hacerlo y lo primero que me ha venido a la mente es que estamos en pleno solsticio de invierno, que los días se harán más largos, la oscuridad vencerá a la luz, los buenos a los malos, el amor al odio… o no. Creo que tengo una crisis de fe, no una crisis de fe religiosamente hablando, que esa ya la tuve con 10 o 12 años cuando me negué a ir a misa, a preparar la confirmación y todas esas cosas que hacían las niñas de mi generación en aquella España que aún se sacudía las pulgas del tardo franquismo. Otra clase de crisis de fe, mucho más íntima, inmensamente más profunda.
Porque se puede vivir sin creer en dios, alá o buda o el gran espagueti volador, muchos de nosotros lo hacemos, yo llevo treinta años haciéndolo y no siento que me falte nada, no tengo ningún anhelo, ningún agujero interior que ocupar con un sentimiento místico, vivo conforme a mis principios y valores y con eso tengo bastante, pero no se puede vivir sin fe en una misma, sin fe en lo que te rodea, sin fe en tus propios, mucho menos en los ajenos. No se puede no creer, no soñar, no se puede.
Y eso es lo que me pasa últimamente que no creo en la mayoría de lo que veo, de lo que leo, de lo que oigo, de lo que siento, de lo que sueño, no creo. Me da miedo estar volviéndome una cínica, entendiendo el cinismo como la tendencia a no creer en la sinceridad o bondad humana, ni en sus motivaciones ni en sus acciones, así como una tendencia a expresar esta actitud mediante la ironía, el sarcasmo y la burla.
Aprovechando el solsticio de invierno, que es mucho más natural, más acorde con el Universo en el que habitamos que el Año Nuevo, voy a hacerme un único buen propósito para el futuro, voy a volver a creer, voy a desterrar el escepticismo de mi vida, voy a confiar aunque eso suponga asumir el riesgo de equivocarse, de que te hieran, de sufrir. Se acabó abusar de la experiencia para mirarlo todo desde la segura atalaya del desdén, voy a bajar otra vez al barro y dejar que la vida siga su curso o no, igual esta es solo la típica paranoia bajonazo del domingo por la tarde y mañana me río de tantas tonterías juntas en un solo papel, cualquiera sabe.